"...mejor, pues, que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época." J. Lacan.

Las pulsiones y los señuelos. (El objeto y la Cosa. De la creación ex-nihilo).

Intervención en el SEMINARIO TEÓRICO del CCPV-FCCL, el 8 de febrero de 2003

Si Dios creó el universo en seis días, o en seis millones de días, tanto da, si nos puso aquí, en La Tierra, como epítome de ese universo, como su culminación, como la joya de la corona... ¿por qué lo hizo? ¿Qué malvada idea lo movió a perpetrar el diseño y creación de una criatura tan absolutamente desagradable?

Tal vez por entonces era un creador bisoño, falto de práctica. O tal vez somos un experimento costosísimo que Dios puede estar desarrollando como tesis doctoral, suponiendo, suposición harto surrealista, que Dios esté haciendo una tesis doctoral, lo que nos lleva a pensar ¿quién es el director de la tesis? En fin, dejémoslo.

Podemos tener dudas respecto de la existencia de Dios. A fin de cuentas aún no ha tenido el detalle de presentarse ante los medios de comunicación, no como su hijo, que sí se sometió a la opinión pública y fue nominado y crucificado, muerto y sepultado. Si no recuerdo mal, aunque Jesús se llevó la fama, el concurso lo ganó Barrabás.

De lo que no cabe duda alguna, y reto a cualquiera de los presentes a contradecirme, es de que el ser humano, por lo común, apesta. Es una mala bestia. Sobran demostraciones, trágicas demostraciones, de su capacidad para la barbarie. Así que, si Dios creó el mundo...  ¿por qué no se estuvo quietecito?

Ya desde el principio se dedicó a poner trampas a los ingenuos habitantes originales del paraíso virginal. Con mala idea, claro, porque con su omnisciencia sabía bien qué iba a pasar. Y, peor aún, una de sus criaturas, la más bella, cuentan, fue quien introdujo la discordia, usando a la pérfida Eva. Y es que la chica le salió algo defectuosa, porque crearla a partir de un hueso de Adán es, la verdad, una chapuza.

O Dios fue un manazas o es que sus intenciones eran poco decentes. Porque, ¿qué sentido puede tener una Creación defectuosa que, por si fuera poco, está condenada a la desaparición como afirma la Física? ¿No pudo crear un universo sin mal, sin entropía, sin desorden, sino sólo a base de bien y hermosas cualidades?

Obviamente, si Dios ya tenía tan malas ideas, no es de extrañar que las cosas vayan como van. De la obra de un Dios con tan mal gusto, por no llamarle malvado a secas, cabe esperar el desastre planetario en que vivimos.

Tal vez, por darle algún crédito, habitamos en una especie de reserva en el borde del Universo, y somos su primer intento de creación de seres inteligentes, y más allá de la reserva el Cosmos bulle de vida hermosa, sana, maravillosa y decente. A lo mejor le dimos lástima y no nos eliminó como se elimina un experimento fallido. A lo mejor somos un acto fallido del mismísimo Dios. A lo mejor hasta Dios tiene inconsciente.

En cualquier caso, tenga Dios o no un psicoanalista que le ayude a soportar la carga moral de haber creado a la especie humana, su trabajo como creador es ya suficientemente arduo como para necesitar al menos algo de Transilium. Crear tal cual hace él, a partir de la nada, es privativo de los dioses. Los demás, los que no somos divinos, hemos de crear partiendo de algo. Y como la nada nos es inaccesible, la materia básica de la que podemos sacar algo es, sencillamente, el agujero. Que no es lo mismo que la nada.

Lo más sabroso del queso Emmental, por ejemplo, son sus agujeros. Porque sin ellos no sería Emmental. Como el Donet: ¿qué sería de un Donet sin agujero? Es a partir de un agujero, de un hueco, de un vacío, como podemos crear algo. Lo creado, las cosas fabricadas, recubren huecos. Dicho menos metafóricamente, cualquier cosa, cualquier objeto fabricado por el hombre está hecho por algún motivo, para satisfacer alguna necesidad, para obturar algún vacío. ¿Qué no? ¿Acaso pensamos que el arte, que las obras de arte se hacen sin fin alguno, sólo por placer estético? Vano error: el arte viene a tapar el agujero fundamental, nunca es gratuito. El arte, la obra artística, tiene una función específica de vital importancia: nos muestra, por el procedimiento del más absoluto disimulo, dónde está la causa del deseo. Y está tan disimulado que inmediatamente llama la atención.

Dios es un artista, pues. Pitágoras y los masones pensaron que era arquitecto. Pero Dios juega con ventaja: está... muerto. En verdad, Dios no necesita psicoanalista alguno.

Busquemos en nosotros mismos ese lugar de agujero, y justo allí podremos encontrar esa elusiva criatura que llamamos deseo. Pero como la naturaleza abomina de los agujeros, como nos resultan bastante insoportables, tendemos a taparlos con lo que tenemos más a mano, lo cual nos asegura el desastre. No hablo del cuerpo, ni de sus agujeros. Cuando me refiero al agujero humano estoy remitiéndoos a la particular estructura psíquica del hombre: no somos sujetos sino en referencia a un hueco. Para que la cadena significante funcione, para que un significante deje paso al siguiente, hace falta, lógicamente, un agujero.

Bien, y dejando de lado la primera página como introducción divertida, la cuestión de que se trata en el Seminario es la del problema del bien y del mal. Problema que nos afecta seriamente, no ya como humanos que somos, sino también como analizantes y como analistas. Porque los dilemas morales son habituales entre los analizantes, ¿no es cierto? Porque la pregunta por lo bueno y lo malo es cotidiana. Porque, a fin de cuentas y que se sepa, hasta ahora, la distinción de lo bueno de lo malo es sólo característica del ser humano. Porque, y para echarle un capote a Dios, ¿qué nos hace pensar que el bien y el mal tengan algo que ver con la Creación?

Sospecho que para delimitar esta cuestión y para cercarla un tanto, sería interesante acudir a la estructura clínica conocida como perversión. Pero esto no es lo que a mí me corresponde tocar hoy, así que continuaré por otro lado.

El seminario VII de Lacan no trata exactamente de lo bueno o de lo malo, o de qué hay que hacer para ser bueno. Trata del modo particular en que el Psicoanálisis opera frente a los malestares humanos. Versa sobre eso que ya hemos oído otras veces y que viene a llamarse "la Ética del Psicoanálisis".

El Diccionario de la Real Academia define la ética como la parte de la filosofía que estudia la moral y las obligaciones del hombre. Así de simple. Y la moral, siguiendo la explicación del Diccionario, es la ciencia que trata del bien en general y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia. El mal es, continuamos usando el Diccionario, lo contrario del bien, lo que se aparta de lo lícito y de lo honesto. Y el bien, agarrémonos fuerte, ocupa él solito diez veces más espacio que el mal en su definición: el bien es "aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal" Ni más ni menos.

Parece ser que la Real Academia opina, y ella se compone de eminencias, que la voluntad sólo puede buscar el bien, aunque este sea falso, porque a la voluntad le tiene sin cuidado que el bien sea verdadero o falso. Lo importante es creer que sea verdadero. Esto quiere decir, en suma, que no puede haber voluntad de hacer el mal. Que si algo se hace mal, que si alguien comete un crimen es porque está convencido, aunque sea erróneamente, de que ese crimen es bueno. Cuando menos es como para pensar un rato. La voluntad de hacer el mal es, o bien un pecado nefando o bien una enfermedad.

Los analizantes decimos muchas veces cosas como "es que eso no está bien", o "está mal, no debería ser así", o " pues no estoy muy bien, no" o "es que es malo conmigo, es muy malo". El bien y el mal no se nos caen de la boca. Y además solemos añadir las siguientes lindezas: "es que no puedo evitarlo" o "no puedo soportarlo" o "es que tengo que..." o "debería ser así". Junto con el bien y el mal, el deber y el poder van de la mano.

Bien y mal son conceptos complicadísimos, como todos ya sabemos. Demarcarlos es harto difícil, saber dónde y cuándo acaban o empiezan es tarea ardua. Habitualmente el bien y el mal suelen estar delimitados por lo que se debe hacer y por lo que no se debe hacer. Y a eso lo llamamos moral. Pero lo que se debe y no se debe hacer son cosas que tienen sentido dentro de una estructura social, y sólo dentro de la estructura social. Pongamos ejemplos: una cebra joven ve a una leona con la mirada clavada en sus jugosas proteínas. La cebra no se interrogará sobre lo que debe o no debe hacer. Sobre todo porque no tendrá demasiadas oportunidades si se pregunta algo. De hacerlo, seguramente ya sería tarde para hallar respuestas. Así que saldrá corriendo, lo que tampoco es una garantía, puede que la leona corra más.

Pero hay casos de manadas, es bien sabido, en las que un individuo advierte la presencia de un peligro y avisa a los demás individuos, incluso arriesgando su propia existencia. Una manada supone ya algún tipo de estructura social, así que debemos perfilar algo más la cuestión: lo que se debe y no se debe hacer sólo tienen sentido dentro de una estructura social en la que lo simbólico tenga preeminencia, en la que lo simbólico gobierne. Porque sólo desde una perspectiva en que lo simbólico tenga peso caben las preguntas.

Los individuos de las manadas no sólo no se hacen preguntas, sino que lo que hacen o no hacen no depende del deber. No es un deber mantenerse vivo, es simplemente algo inscrito en sus genes, es algo instintivo. Pueden darse conflictos entre la supervivencia de un individuo y la de la especie, como en los casos en que el que detecta el peligro se exponga a él y termine siendo digerido, pero en cualquier caso, no hay preguntas por el deber. Los animales no se comportan tal y como nos los pinta la Disney, especialmente porque no hablan, y esa manía de representarlos con cualidades humanas no hace sino ensalzar al ser humano... y envilecer al animal. Es indecente atribuir cualidades humanas a un animal salvaje. Ellos son verdaderamente puros y no les anima ninguna maldad intrínseca. Están más allá del bien y del mal.

Seguro que todos hemos tenido la oportunidad de observar el modo en que un niño de corta edad aprende lo que es bueno y lo que es malo. Por sí mismos no manifiestan inclinación especial alguna hacia el bien o hacia el mal, aunque nos encantaría que así fuera, con tal de evitarnos la responsabilidad de la educación. Los niños aprenden esas cosas en función de los mandatos paternos y demás normas sociales que deben tragar y digerir en su infancia. Sus comportamientos serán correctos o incorrectos según vayan o no en contra de los deseos de los papás. "Eres malo" dice mamá. "¿Por qué?" pregunta el niño. "Porque no haces lo que yo digo", responde ella. Así que la bondad es la adecuación al deseo del Otro, ni más, ni menos. Si lo que quiere mamá está de acuerdo con lo que la sociedad sanciona como bueno, pues estupendo, el niño será buena persona. Pero no es tan sencillo.

Distingamos entre lo bueno y el bien. Es una matización conveniente, porque lo bueno puede ser aquello que beneficia al individuo, y el bien es otra cosa. El bien está más del lado de lo que beneficia a la sociedad. Y lo que beneficia a la sociedad se supone que beneficia al individuo que vive en ella ¿o no es así?

Freud ya distinguió está cuestión cuando enunció los dos principios que rigen la vida anímica: el del placer y el de realidad. Dicho brevemente: se busca el bien propio pero por los caminos más legales posibles. Y si se hace ilegalmente, que no me vean hacerlo. Y si me ven hacerlo, más vale que mis abogados sean los mejores.

El principio del placer, por el que se busca la satisfacción inmediata de nuestras pulsiones y anhelos, domina en el inconsciente. El de realidad, el que ajusta la obtención del placer a los modos y medios menos gravosos para el individuo, sienta sus reales en el consciente. Pero como las divisiones del aparato psíquico no son estancas, pues las dos tópicas freudianas se superponen, esto no es tan taxativo. Sobre todo si tenemos en cuenta esos fenómenos clínicos y no tan clínicos por los que constatamos que, a pesar de todo, hay individuos que no buscan su bien ni su placer, sino que parecen empeñados en hallar el modo más eficaz de destruirse a sí mismos. Podemos constatar que no basta con el impulso a la vida, con los lazos con que el placer de estar vivo nos une al mundo, para mantenernos en él. Tal y como dijo Freud hace un siglo, hay un más allá del principio del placer, un horizonte tras el cual parece dominar una pulsión de especial nombre: la pulsión de muerte. Un más allá que en realidad es un más acá. Quiero decir, que antes de las necesidades, antes que el hambre y el amor, hay otra cosa, un impulso especial que nos empuja a buscar algo... de lo que hablaremos luego.

Y ya hemos entrado de lleno en el terreno de las pulsiones. Así que, para organizarnos un tanto, deberemos retroceder a un periodo mítico en el desarrollo del ser humano: la primera infancia.

Periodo mítico porque, me temo, las explicaciones que un niño puede darse sobre las cosas que le rodean no son precisamente científicas.

Pero empecemos por la Cosa: lo que está detrás de todo, lo que no es perceptible, imaginable, especularizable. Lo que sospechamos que sostiene al universo pero que no encontramos en lugar alguno. Un lugar mítico, mágico, un verdadero agujero en el que el vacío gobierna. A poco que nos paremos a pensar en ello, nos asalta, aun siendo adultos y supuestamente racionales, una sensación de vértigo. Si somos honrados, no dejaremos de reconocer que cuando pensamos en esas cuestiones trascendentales sobre el porqué de nuestra existencia, vislumbramos esa falta esencial en algún lugar tras el telón pintado de nuestro teatro cotidiano, ese que hace un fondo coherente en nuestras vidas. Detrás está la Cosa. Justamente aquello que no podemos verbalizar, lo que escapa a la palabra, a la estructura del lenguaje, lo que es extraño al ser humano, lo que por oposición absoluta permite a un sujeto ser... eso es la Cosa. Lo que somos, a fin de cuentas, lo somos por comparación con otros, con otras cosas. Y en el origen último está lo que supone la comparación absoluta del todo o nada, del cero y el uno. Si el universo entero es una realidad psíquica, si lo que llamamos realidad es una construcción fantasmática, imaginaria, lo que sostiene a toda esa estructura es precisamente un real absoluto. Eso es la Cosa. Y queda completamente al margen de todo significado, como dice Lacan. Es, página 71 del seminario, lo que se nos presenta en la medida en que hace palabra. Dicho de otro modo: cuando algo no es verbalizable, es justo cuando más nos esforzamos en darle palabras, todas las palabras, las necesarias par cercarlo. "Es como si...", " Se parece a..." Esto lo ilustra perfectamente la desesperación de los afásicos que intentan hallar la palabra justa que describe aquello que saben qué es pero que no pueden nombrar.

Intentaré cercarlo un poco más: para un bebé recién nacido o de pocos meses, el mundo exterior es muy diferente de lo que será cuando tenga quince años. Por de pronto se enfrenta a algo nuevo: la necesidad, una nada agradable sensación que moviliza un terreno también desconocido, su cuerpo. En él compiten el placer que la satisfacción de la necesidad procura y la agonía del malestar desconocido que esa misma necesidad genera cada cierto tiempo.

Aquello que calma la necesidad es bueno. Desde una perspectiva muy primitiva, lo bueno es lo que me satisface. Probad a hacer esperar a un bebé que tiene hambre y veréis cómo grita. Así que el biberón es bueno para él y para la madre, por lo menos para los oídos de la madre.

Lo interesante es saber cómo de lo que es bueno se puede llegar a lo que está bien, al bien en sí. Y por ende, al mal y a lo malo. ¿Cómo se pasa de la necesidad primitiva a la moral?

Toda la complicación deriva del simple hecho diferenciador que nos distancia de las demás especies vivas: el lenguaje. Y me temo que por mucho que lo repitamos e insistamos, no acabaremos de captar la capital trascendencia de esa diferencia. Lo simbólico gobierna hasta tal punto a la especie humana que, cosa lógica, ni nos percatamos de ello. De lo que sí nos damos cuenta es de los desajustes que eso nos provoca: el malestar de que se queja cualquier paciente, cualquier hijo de vecino. Porque no hay acople exacto entre las necesidades vitales que como especie tenemos y el campo simbólico en el que somos. El problema es que, por encima de la necesidad, está el deseo: los humanos comemos cuando no tenemos hambre y podemos no comer cuando sí la tenemos.

Freud se percató de que la conducta humana no está gobernada por las necesidades. Más bien nos gobiernan las pasiones, las obsesiones, los impulsos que brotan del fondo del alma, que se nos imponen como imperativos difícilmente soslayables. Ese es el reino de la pulsión. Pero, afortunadamente, la pulsión es poco exigente, se contenta casi con cualquier cosa para satisfacerse, lo cual nos salva de la catástrofe.

El sujeto necesita inscribirse en el registro simbólico constantemente, porque su posición es siempre precaria. El sujeto no está programado en el software humano, no tiene por qué aparecer. Si aparece, lo hace como un efecto de discurso, lo que significa que cuando no se habla está en entredicho, en su exacta y doble acepción de entredicho.

Antes de la aparición del sujeto, ¿qué hay? Hay un cuerpo vivo, sumergido en lo simbólico, pero sin conexión con ese registro. El sujeto humano deviene en el proceso de ser nombrado, de ser situado por los otros en el funcionamiento de lo simbólico.

Los objetos de las pulsiones se introducen en la vida del sujeto a través de las demandas del Otro. No son esenciales para el funcionamiento de la pulsión, y no están vinculados a ella por razones de necesidad. Es decir, el seno materno o sus sustitutos no son consustanciales a la pulsión oral. Es el Otro el que une la pulsión con el objeto. La pulsión, vista así, es artificial. Es el resultado del peso de lo simbólico sobre lo real del cuerpo del niño.

Y los objetos que el niño maneja para satisfacer a la pulsión, y que pueden ser cualquiera de las cosas que entran en su campo perceptivo, especialmente los sancionados por la palabra de la madre, acabarán teniendo nombre, aunque, y este es otro de los descubrimientos freudianos, y kleinianos, y winnicotianos, cualquiera de esos objetos con nombre, por ejemplo el dedo gordo, el bibe, el chupete, mamá-teta, el trapi, mi osito, etecé, etecé, remite al crío, sin saberlo él, a esa cosa que no tiene nombre pero que, allá en el primer momento, supuso la gran sorpresa del primer placer. Cosa es un sustantivo que empleamos cuando no tenemos una palabra mejor para definir lo que queremos decir. Así pues, la Cosa freudiana ya nos indica que lo que el vocablo intenta nombrar no es precisamente fácil de describir.

Las pulsiones permiten la aparición del sujeto. ¿Cómo? Dándole un espacio antes incluso de que la cadena significante funcione para el niño. Antes de hablar, que es el lugar en el que el sujeto es, ya hay un hueco para el sujeto: el cuerpo. En los orificios corporales, por mediación de lo que el Otro pide al niño, un sujeto comienza a tomar forma.

La circularidad. Lacan insistió mucho en este punto. Las pulsiones contornean al objeto a, dando vueltas a su alrededor. Cualquier otro objeto puede tomar el lugar del objeto a, porque el objeto a no consiste. Pero no nos perdamos: si hay circularidad, ¿en qué sentido, a derechas o a izquierdas? Ni una ni otra, la circularidad es supuesta. No hay correlato fisiológico real del movimiento circular. Entonces, ¿qué gira?

Pulsión remite a impulso, a empuje, a ese algo misterioso que nos induce a hacer cosas que, aparentemente, no queremos hacer, o que no podemos evitar. La limpieza obsesiva, el voyeurismo, el blablablá de la histeria, el impulso caníbal. Nada de eso da vueltas, no hay ahí nada que permita suponer una circunferencia. Ni siquiera en los agujeros corporales sobre los que se sustentan las pulsiones hay algo que induzca a pensar en un movimiento circular. Lo único que, en cuanto a esos orificios, podemos observar, es la tendencia a que el objeto particular de la pulsión obture el agujero, lo llene, haga contacto con los bordes del agujero. Así pues, la circularidad es más bien aquello que vuelve, lo que se repite. Lo que insiste vuelta a vuelta.

Un cigarrillo que toca los labios, un bastón fecal ocupando el final del recto, una imagen llenando la pupila o el aire que mueve las cuerdas vocales en la cavidad laríngea. Son objetos reales en contacto con orificios reales. Lo pulsional parece funcionar en el instante en que el objeto real cierra el circuito. Es como un circuito eléctrico: para que la corriente fluya hace falta contacto. Si no lo hay, la corriente está en una especie de estasis, una espera, una potencia que se realiza en el momento del contacto. El contacto es, pues, lo importante. El cierre del circuito.

Los agujeros corporales se cierran si no se usan. Eso es bien sabido. La naturaleza abomina de los agujeros, ya lo dije antes. El cuerpo los tolera mal, tiende a obturarlos. El uso diario los mantiene abiertos y funcionales. Y para que ello ocurra hace falta el contacto del objeto. Lo que tenemos que averiguar es qué de lo simbólico tiene ahí su correlato.

El sujeto es efímero, es evanescente. Es un efecto del corte del discurso. Sin corte no hay sujeto. Un discurso sin cortes no admite sujetos. En la psicosis encontramos el mismo efecto de relleno sin fisuras. Un discurso que no fue cortado. ¿No es cierto que las neuronas mielinizadas transmiten más velozmente el impulso gracias a los cortes que ofrecen los nudos de Ranvier? Esta imagen es útil. En el corte aparece el sujeto, y desaparece en cuanto el discurso prosigue. Cada estructura mantiene una especial relación con esos cortes y los desfallecimientos del sujeto. Qué buena imagen esta, la del desfallecimiento, la del fading o desvanecimiento del sujeto. Si la histérica intenta mantener su sujeto a flote por encima de lo que sea, el obsesivo se esfuerza por hundirlo por debajo de lo que sea. Es evidente que el deseo, como función separadora, y remitimos al grafo, desempeña papeles distintos en ambos casos.

En el grafo, ya que estamos, la pulsión, $ ? D, muestra justamente que el sujeto es en la medida en que la Demanda, del Otro a fin de cuentas, le da su ser. También sabemos que la pulsión es, en el grafo, el lugar duplicado del Tesoro de los Significantes. Es el lugar del Código del piso dos, es decir, un lugar en el que algo falta y que por esa falta es un tesoro. Es un lugar de gramática, de normas, de relaciones. Podemos concluir que la pulsión es lo que conecta al cuerpo en tanto ser vivo con el sujeto, un modo de relación entre lo simbólico y lo real del cuerpo. Modo que puede ser oral, anal, escópico e invocante. Y, por supuesto, tanático. La pulsión no es una fuerza biológica, no se corresponde con lo instintual. A diferencia de las necesidades, que tienen ciclos, la pulsión actúa siempre. Ello ya basta para hacernos pensar que las pulsiones no son del reino de la Biología. Si así fuera, no podrían tener un empuje constante, que es algo imposible en la Naturaleza. Son artificiales, pues. O mejor dicho, son la representación de la interacción de nuestro cuerpo vivo con el mundo simbólico en el que vivimos. Y todavía mejor explicitado: son la representación de aquello que de lo sexual del cuerpo vivo tiene relación con lo simbólico. Y es en este punto donde debemos recordar uno de los principios freudianos más tajantes: la libido es siempre libido sexual, aun a pesar de que sintamos siempre la tentación de resumir lo sexual a lo genital. Lo sexual en el ser humano trasciende la biología, la fisiología y se diluye, hay que estar ciego para no verlo, en lo simbólico.

Las demandas del Otro al niño son siempre relacionadas con su cuerpecito: come así, caga aquí, mira esto, no mires aquello, di esto y eso no lo digas. Y, por descontado, en la medida en que el sujeto naciente del niño se adapte a esas demandas, actuará bien o mal. La norma que dicta qué está bien y que está mal es, pues, el deseo del Otro. Así que ya tenemos una primera explicación para entender cómo se llega desde las necesidades primarias a la moral.

Muy pronto comprendimos que satisfacer nuestros impulsos podía tener un alto precio. El mundo exterior se impone con sus normas y sus peligros, y además nos dicta cuál es el modo correcto de satisfacción. Así que, también pronto, aprendemos a sublimar. La sublimación es un concepto psicoanalítico especialmente conflictivo. Originalmente Freud lo empleó para designar a ese modo de satisfacción pulsional por el que un individuo puede dar salida a su fogosidad haciendo algo que la sociedad considera ventajoso o útil. Por ejemplo, un sujeto con tendencias marcadamente agresivas puede ser un excelente cirujano, el uso del escalpelo aporta así la doble ventaja de ser satisfactorio para el individuo y útil para la sociedad.

La cuestión, ya que hablamos de ética y moral, es saber cómo se llega a determinar que tal satisfacción pulsional es incorrecta y tal otra no lo es.

Decimos que vivimos inmersos en lo simbólico, que el discurso del Otro nos gobierna, que el lenguaje organiza nuestro mundo. Eso es cierto, pero también es cierto que ese mundo simbólico, esa estructura social, está construida por los individuos uno por uno. Hay un doble sentido en el juego entre individuo y sociedad. Los significantes los manejamos nosotros, los creamos nosotros, pero la gramática y la estructura de lo social está más allá de nuestro alcance. El paso largo de los siglos es lo que, a fin de cuentas, le da el peso a la Ley. Cuando nacemos, ella ya está ahí. Así que no queda otro remedio: por nuestro bien hemos de acoplarnos. Y, en consecuencia, hemos de hacer renuncias pulsionales.

Pero la pulsión no renuncia jamás. Sigue actuando a pesar nuestro. De entre todas las posibilidades de satisfacción, la sublimación es la que, con respecto al bien y al mal, nos concierne.

Melanie Klein, observadora valiente y poco ortodoxa, hizo encomiables esfuerzos para explicar el modo en que un niño entra, o mejor dicho, es introducido en el mundo. Su teorización del objeto bueno y el objeto malo nos enseña, cuando menos, la natural ambivalencia humana, o, dicho con otras palabras, la desconexión del ser humano de los imperativos biológicos conocidos como instintos. No hay objeto natural para la especie humana. Y si traducimos esto a un nivel más metafísico, diríamos que el ser humano no tiene razón de ser. Somos meras contingencias.

Bien: para Melanie Klein la sublimación suponía un modo de restauración de la imagen de la madre, lesionada para el niño desde el momento en que se pone en marcha la dialéctica edípica. Para el niño, siguiendo a esta autora, la madre ocupa el lugar de la Cosa. El cuerpo de la madre es ese lugar mitológico, cueva original y misteriosa de la que salimos y a la que no se puede regresar, pero a la que, por encima de todo, se quiere regresar. Y en esto Melanie Klein se puso completamente del lado de Freud, pues ella también consideró a la pulsión de muerte como elemento esencial en la estructura mental humana. El Otro primigenio, un Otro absoluto sin matices y sin dimensiones, que es desde el inicio la causa primera para el bebé. Ella es la que determina, impone normas, satisface y dice qué tenemos que desear. En el instante en que se produce ese desdoblamiento mental propiamente humano por el que se introduce el Nombre del Padre y el Otro queda definitivamente agujereado, la madre como Otro pierde todo su esplendor. Digámoslo en la escritura lacaniana: la madre mítica es el A, el Otro sin falta. Después del edipo, el A está tachado, es el Padre Muerto. Lo que le falta a A tachado para ser A es, ¿no lo adivináis? Justamente el objeto a. A-a = A/

Pero, según Lacan, esto no basta para explicar la sublimación. Ciertamente, el cuerpo de la madre, lugar misterioso, puede representar a la Cosa. Pero esto no es accesible a la razón, ni al pensamiento consciente. La Cosa es sólo bordeable, sabemos que está ahí, pero no es perceptible, ni siquiera verbalizable. Así que, nos dice Lacan, la sublimación es el intento de elevar a cualquier objeto a la dignidad de la Cosa, en un esfuerzo de manejar y hacer asible aquello para lo que no hay palabra que pueda nombrarlo. Por el acto de la sublimación permitimos a nuestras pulsiones convertir a cualquier objeto sancionado como bueno por la sociedad en una representación hermosa, sana, digna y útil por añadidura, perfectamente legal, de ese otro objeto absolutamente perdido que es innombrable y que está interdicto. Porque, y esa es la esencia de la prohibición definida en el edipo, ningún sujeto puede pretender regresar a su origen. Ni siquiera una madre puede osar re-incorporarse lo que de su vientre salió. El precio de esto es la locura. La metáfora paterna, el complejo de Edipo, el Nombre del Padre, son recursos de Eros para mantener a un individuo alejado de la pulsión de muerte. No nos riamos, porque es serio: las pulsiones de vida, por llamarlas según la ortodoxia, obstaculizan el camino del deseo. La pulsión de muerte, por muy paradójico que nos parezca, lo facilitan. Y es que Freud sembró la confusión al llamar así a su pulsión más famosa: la detectó en los individuos que, a pesar de los empujes de la vida, buscaban algo más allá, el deseo.

Otra de las cosas que desde bastante jóvenes aprendemos es que el Otro, efectivamente, está muerto. No nos gusta saber esto, es bien cierto, pero lo sabemos. Que Dios esté muerto es lo único que lo coloca en un plano inalcanzable, lo que le otorga su omnisciencia, su poder. De los vivos no podemos tener dudas: existen, para amarnos o jeringarnos. Pero un muerto está más allá de todo posible juicio.

Si la Cosa tuvo alguna consistencia, sólo pudo ser cuando el niño estaba aún fusionado con ella. Desde la separación de la madre, la Cosa permanece velada. Todo lo que ahora especulamos lo hacemos a posteriori. Es como intentar comprender qué había antes del tiempo. Aquí nos tropezamos más de dos veces con el mismo obstáculo: explicar cómo es posible que las cosas adquieran consistencia a posteriori, en ese tan traído y llevado après-coup.

Vamos con ello: ¿es que acaso un niño sabe de la existencia de la Cosa? Pues no, evidentemente. ¿Pero por ventura un adulto sí lo sabe? Pues tampoco. Pero de esto se aprovechan los guionistas de las películas de terror. Cuando alguien se aproxima lentamente a un armario cerrado, o va a mirar debajo de la cama, o estira la mano para girar el pomo de una puerta misteriosa... el tiempo se estira para hacernos sentir que algo puede estar detrás. Algo que de momento nos es desconocido, pero que intuimos que se encuentra allá donde no se le ve. Un instante de pánico, la puerta se abre y detrás... bien, si el director es bueno, seguramente no habrá nada. Una habitación vacía, un armario con trastos inocentes, una cama bajo la que sólo hay una zapatilla olvidada. Pero a pesar de que respiremos tranquilos, nada nos convence de que el horror estuvo ahí y se fue. Si el director es malo, lo normal es que haga aparecer detrás una criatura de pesadilla, un asesino feroz, un monstruo horrible en extremo. Pero en esa aparición que nos provoca el grito primordial algo ha sido escamoteado. El monstruo verde y babeante lleno de dientes, estilo Alien, sustituye la sensación de vértigo que inspira la Cosa por un horror estético y, por ello, manejable. Y justo ahí nos detenemos, ante el vacío donde la Cosa es. Y nos detenemos por las mejores razones: primera porque ese punto es de un capítulo posterior del Seminario que no me corresponde tocar. Segundo porque justo ahí, donde la Cosa es está el lugar de nuestro deseo. La última barrera ante el deseo es la de lo bello. Luego viene lo bestia.

Bien. Decíamos que no sabemos de la Cosa sino porque su presencia nos obliga a bordearla. Los elementos están puestos desde el principio, todos ellos: el falo, la madre, el objeto y el sujeto... y cuando la Ley toma forma por la intervención del Padre, esos elementos se ordenan, cuajan, podríamos decir, y el mundo adquiere su dimensión simbólica, su especial consistencia. El après-coup sólo quiere decir que las cosas vistas por el niño, las cosas oídas, lo dicho y lo no dicho que el crío retiene en su memoria, se ordenan de un modo particular. Hablando en lacanés, los significantes amos que van a gobernar la vida del sujeto se ponen en marcha tras el efecto del Nombre del Padre.

Y si tengo que explicar ahora lo que es el Nombre del Padre, lo llevamos claro, por el tiempo, digo.

Por centrarnos un poco, Lacan en su seminario VII nos va guiando hacia el punto en el que aparecerá el deseo del sujeto como el elemento clave en la estructuración de sus desgracias y padeceres. Y hacia ese postulado psicoanalítico que viene a decir que el bien está justo en el punto en el que un sujeto actúa de acuerdo con su deseo. Y para conducirnos ahí, a la tragedia de Antígona, que escoge la muerte antes que traicionarse como sujeto deseante, tiene que mostrarnos dónde está la Cosa, el hueco central que permite la existencia del deseo.

Yo insisto mucho en los agujeros, ¿no es cierto? Pero, qué remedio me queda. Os pondré un ejemplo en el que seguramente no habéis pensado nunca: ¿cómo creéis que la electricidad llega hasta vuestro secador de pelo o hasta el cargador de baterías del móvil? Pues únicamente porque en la estructura subatómica del cable conductor, por efecto de la diferencia de potencial que se establece entre los dos extremos, los electrones arrancados a cada átomo de cobre pueden desplazarse de uno a otro gracias a los huecos libres que quedan. Si no hubiera hueco, no habría corriente. Sino hubiera un agujero en nuestra alma, no desearíamos nada. Si no deseáramos nada, seríamos meros zombies ambulantes.

De la totalidad se pierde algo. Por la pérdida queda un agujero. Por el agujero se desea recuperar lo perdido. El deseo es el impulso a recuperar ese algo. La pulsión de muerte marca el camino del deseo, porque ella es la que empuja a desear restaurar el objeto perdido, a reconstruir el estado anterior. Su correlato físico, evidentemente, es la segunda ley de la Termodinámica.

Sigamos.

Kant y Sade son dos amigos de los psicoanalistas que dicen cosas parecidas pero con distintas intenciones. Ambos muestran lo imposible de la acción humana en tanto la ética supone una acción. Kant, que enuncia su máxima como "condúcete de modo que los demás puedan hacer una norma de tu conducta", nos coloca ante uno de los límites de la ética humana. Eso que dice Kant es imposible, nadie puede ser maestro de nadie constantemente y para siempre: por fuerza hemos de llegar al "haz lo que digo pero no lo que hago". De eso serían capaces Jesús o Buda, pero pocos más. Y Sade, infeliz de él, enunció exactamente el reverso real de esa máxima kantiana, real en tanto deseo perverso del neurótico: "el otro puede decirte: puedo hacer contigo lo que me dé la gana sin que tú seas capaz de evitarlo en modo alguno". Este es el otro límite, porque, evidentemente, si la máxima sadiana estuviera en vigor, el mundo sería literalmente un horror. Y no es que estemos muy lejos, en verdad. El deseo del ser humano debe encontrar un hueco en medio de esos dos límites, entre lo que es imposible de hacer como humanos que somos, y lo que nos gustaría poder hacer si nos libráramos al impulso básico del ser humano. Que no es precisamente tejer guirnaldas con flores del campo mientras cantamos dulces canciones vestidos como pastorcillos en la Arcadia.

Más adelante, allá por el capítulo XVI, Lacan aborda la cuestión de la pulsión de muerte. Y aunque esto no me corresponda, no me puedo resistir a decir algo al respecto. Soy un admirador de la pulsión de muerte, qué le vamos a hacer.

El arcano número XIII de las cartas del Tarot se llama así: la Muerte. Su significado, lejos de lo que la gente que acude a las madames echadoras de cartas cree, no es la inminencia de un óbito repentino, sino la representación de otro tipo de muerte. Esa carta remite a la necesaria destrucción que supone cualquier avance, cualquier nacimiento, cualquier evolución. Es el acto de roturar un campo recién segado para que produzca nueva cosecha. Es un principio de transformación, de cambio. De revolución. Pues la pulsión de muerte freudiana apunta exactamente al mismo lugar. Su nombre crea confusión y conflicto, porque parece remitir a la agresividad innata del ser humano como animal que es. La agresividad en el reino animal suele estar bastante controlada, y se emplea poco y en contados casos. Está muy contenida por los instintos y por las presiones evolutivas, puesto que los animales demasiado agresivos no tardan en desaparecer. Pero en el hombre la agresividad no está regulada por instinto alguno, está literalmente suelta. Y es la norma social, la presión del grupo, lo único que actúa como freno.

No debemos confundir, sin embargo, la natural agresividad humana con su pulsión de muerte. No tienen nada que ver. Freud la llamó así porque la detectó a partir de los fenómenos extravagantes, excéntricos, que llevan a un sujeto a ir más allá de su bien en busca de algo por entonces desconocido pero que podía causarle la muerte, sin que al sujeto le importara. Ese algo era el deseo, y Freud apostó su reputación en ello. Desde entonces sabemos que el deseo está más allá del bien y del mal, más allá del placer. Freud descubrió una pulsión ajena al cuerpo, ajena a los orificios corporales, pero que permitía, aún más allá de los imperativos de la vida, de Eros, de lo que de modo natural creemos sensato, de eso que llamamos instinto de supervivencia, permitía, decía, ir a un sujeto en pos de lo más... sagrado que puede pretender: su deseo.

Durante siglos se ha pensado que la vida es el don supremo, que viene de Dios y que es pecado arriesgarla si no es por una causa noble. Una causa noble podía ser dar la vida por otros, por ejemplo, pero nunca se pensó que el deseo propio pudiera ser una causa suficientemente noble para dar por ella la vida. Freud sí lo pensó. Antígona también. Lo cual no significa que Antígona no fuera un pelín extremista, porque la realidad se impuso y ella salió perdiendo, todo hay que decirlo. Pero eso es, en fin, y así lo defiende el Psicoanálisis, asunto de cada cual.

Esa pulsión más allá de las otras pulsiones funciona como las otras, mantiene un agujero abierto para el sujeto, pero no en su cuerpo, sino en el lugar en el que la Cosa deja de ser Cosa para ser el Otro barrado, tachado, faltante, herido, muerto. Como todas las pulsiones, es muda, pero ésta es más muda, porque no deja huellas de su paso. Es detectable únicamente cuando, tal y como hacen todas las pulsiones, se nos presentan apoyadas en las necesidades o en los impulsos naturales del ser humano. La agresividad se aprovecha de las pulsiones para expresarse, qué le vamos a hacer. Pero, y seguimos con la pulsión de muerte, no es el cuerpo vivo su teatro de operaciones, y por eso ni se ve ni se oye. Pero como las demás pulsiones, es absolutamente necesaria. Funciona porque lo simbólico nos rodea, nos atraviesa, nos empapa, alimenta y ahoga.

¿Por qué un sujeto busca constantemente un objeto, el objeto? Porque necesita encontrar algo que, ahora que es mayorcito, sabe que tuvo en un momento remoto, y que para él supone la causa primera de su existencia. Ese objeto, que puede ser cualquier objeto según las circunstancias, nos permitiría, de hallarlo, llegar al origen, completar lo que se rompió en ese instante. Como la marca de nacimiento o el colgante típico que el héroe de cuento, príncipe al nacer, presenta ante la corte al final de la película para hacer valer sus derechos cuando todo parece perdido. Ese objeto, por suerte, no es alcanzable, de lo contrario seríamos, como ya dije, muertos en vida. Pero, qué curioso, muchas religiones y filosofías afirman que el fin de la existencia del ser humano es la de fusionarse con su creador, hacerse uno con el Cosmos, o alcanzar la beatitud, que la muerte del cuerpo no significa nada, que hay una vida detrás aún más grande. Que hay que matar al yo. Cielos, pero si esto es justo lo que Freud denunció como el deseo más profundo e íntimo de todo ser humano. Lo llamó pulsión de muerte (que a estas alturas supongo que ha quedado claro que no tiene que ver con la muerte del cuerpo) y hay que ver como lo trataron.

El deseo humano apunta a lo fatal, porque en su realización el sujeto se diluye. Dicho más místicamente, se hace uno con el Cosmos. Dicho más freudianamente, el deseo compromete al yo del humano. La realización de cualquier deseo atenta contra la integridad del yo. Si suponemos que el deseo apunta a la reintegración con el origen, a eso que en Física se llama incremento de la Entropía, y la Cosa es el lugar donde puede tener consistencia el deseo, sólo es accesible a través del Otro agujereado. Y, obviamente, por seguir con la metáfora presente, si el deseo es la flecha que puede alcanzar a la Cosa a través del agujero del Otro, las pulsiones son el arco. La Cosa, que Lacan define poéticamente como "aquello que de lo real padece del significante", es sólo medianamente asequible si miramos por el único agujero que, abierto a ese lugar primigenio, permite un acceso: el agujero del Otro. Agujero que, ya lo he dicho otras veces, mantiene abierto la pulsión de muerte. Pulsión de muerte que, por fortuna, marca como un faro el hecho fundamental de que el deseo del ser humano es su Bien. Su Tesssoro.

Pero, ojo, Tesoro que comporta un precio. Tesoro que se oculta en el centro de una laguna oscura que hay que vadear primero: el Goce. Aunque para llegar a esto tendremos que esperar a que se estrene la próxima película.

 

Autor: Sabino Cabeza - 08/02/2003